Caminaba en la más completa oscuridad. Se sentía solo, y no sabía muy bien por qué la luz se había extinguido. Tal vez sea que me he quedado ciego, pensó. Pero lo cierto es que desconocía si aquella era la respuesta. Sólo recordaba haberse dormido la noche anterior y que al despertar la oscuridad se había adueñado de todo. Aquello le suponía un gran quebradero de cabeza. Pero lo más importante en esos momentos era el no tropezar. Marchaba despacio, en lo que él pensaba que era ir en línea recta, poniendo absoluta atención a cada paso que daba. Anduvo durante horas sin llegar a ser consciente de la verdadera distancia que había alcanzado a recorrer. Se sentía cansado y hambriento. La temperatura descendió. Lo pudo notar en las manos, el cuello y la cara; también lo percibió colándose bajo las perneras de su pantalón. Le costó bastante acostumbrarse a no ver nada. De vez en cuando se sobresaltaba debido a las sensaciones que le trasmitía el entorno: ráfagas de viento, la presencia de obstáculos en el camino, sonidos procedentes de algo o alguien que se le acercaba de repente, etc.. Sus restantes sentidos se encontraban especialmente agudizados y al tiempo descontrolados. La información que le hacían llegar era tanta que no sabía distinguir bien entre los datos reales y los producidos por la sugestión. Era como para volverse loco. Sin embargo, se armó de valor y se esforzó en tranquilizarse. Al cabo de unos minutos, lo consiguió. De modo que el resto del camino transcurrió bajo el auspicio de la fe que depositó en su propio criterio a la hora de escrutar, de entre la información que iba recibiendo, aquella que representara la realidad que le rodeaba. Pasó el tiempo, habiendo ganado confianza en sí mismo, cuando en su caminar se dio de bruces con lo que parecía ser un gran obstáculo. Una vez se hubo recuperado del golpe, un par de minutos después de éste, extendió la mano y palpó aquello que se alzaba delante de él. Parecía ser alto, ancho y duro, de una textura suave y fría. También pudo percibir que a los lados y arriba la forma y el tacto se perdían, creando ángulos rectos que sobresalían hacia fuera para después volver a recrear una planicie vertical que reflejaba la textura propia de una pared enlucida, con rugosidades. Sin lugar a dudas, se trataba de un muro en el cual había una puerta que intuía que era de madera lacada. Inspeccionó la puerta y consiguió reconocer un objeto metálico incrustado en su vertical: era un pomo. Lo giró y la puerta se abrió al tiempo que las bisagras emitían un leve chirrido. Desde dentro emanaba calor. Parecía tratarse de un local aislado del exterior, lo cual supuso una razón de peso para decidirse a acceder al interior cruzando el umbral. Entró. Palpó las paredes interiores, a ambos lados del marco de la puerta, en busca de un interruptor que encendiera las luces. Lo halló, pero al accionarlo no sucedió nada: ¿no había corriente eléctrica o acaso estaba averiado? Cualquiera de las dos opciones era perfectamente válida cuando el resultado de ambas fuese el mismo. Cerró la puerta para impedir que el calor concentrado en la estancia se perdiera. Decidió adentrarse en aquel lugar al tiempo que dijo en voz alta:
–¿Hay alguien aquí? –nadie respondió.
Insistió.
–¿Hay alguien? –volvió a decir.
Esta vez, recibió una respuesta.
–Hola –el sonido de la voz era metálico, con cierto eco.
–¿Quién eres? –inquirió el recién llegado.
–Soy Dios –reveló la metálica voz.
–¿Hablas en serio? –respondió él, con cierta incredulidad.
–¿Acaso esperabas encontrar a otro hombre? –cuestionó la voz.
–En realidad, a quien no esperaba encontrar es a Dios –se defendió él–. Es más, ¿cómo puedo estar seguro de que eres quien dices ser?
–¿Acaso tu mundo no se ha sumido en la oscuridad? ¿Acaso no tienes hambre y frío? ¿Acaso no te sientes solo? Es por ello que te encuentras aquí. Yo soy la respuesta a todas tus preguntas –sentenció la voz.
–Vaya, no sé qué decir– dijo él al tiempo que se rascaba la barbilla–. Siempre he esperado encontrarme contigo, pero pensé que esto ocurriría tras mi muerte. Sin embargo, ahora me hallo ante ti, y aunque no pueda verte, puedo oír tu voz. ¡Qué dicha la mía! Sin duda, has acudido en mi ayuda –y con estas palabras depositó su fe en la voz que le hablaba.
–Ahora que no estás solo y que has burlado al frío –afirmó ésta–, cobijándote en esta estancia, deseas que la luz regrese y poder saciar tu hambre.
–¡Alabado sea el Señor! ¡Si realmente eres Dios, concédeme lo que te pido! ¡Quiero volver a ver y comida que sacie mi hambre! –exclamó él impulsado por su fe.
–Todo deseo tiene un precio –aclaró la voz–. Debes pensar, de entre las dos cosas que me pides, cuál de ellas es la que más necesitas, pues sólo una te concederé.
–¡Quiero volver a ver la luz! –se pronunció él.
–¿Estás seguro de que realmente es eso lo que deseas? –inquirió la voz–.¿De qué te servirá que devuelva la luz a tus ojos si no tienes nada con lo que alimentarte? Aquí no hallarás alimento. Bien podrías morir de hambre y no te habrá ayudado el volver a ver.
–Entonces –habló él con inseguridad–… concédeme comida… Tengo mucha hambre.
–¿Realmente es comida lo que deseas? –preguntó la voz–. Puedo darte alimento para unos días. Pero puede ocurrir que, tras haberlo consumido, te halles en la necesidad de buscar más, y privado de la visión te será muy difícil encontrarlo. Es posible que mueras de frío o de hambre cuando salgas en busca de éste.
–Elija lo que elija, la muerte parece estar tras la decisión –resolvió él.
–La muerte es el final del camino de la vida terrenal del ser humano –contestó la voz–. Tras ésta se descubrirá una nueva vida para él. Es algo que ya deberías haber aprendido. ¿Por qué has de temer a la muerte?
–Dime, Dios, ¿qué debo escoger entonces? –preguntó él.
–Elige aquello que más necesario te sea ahora –contestó la voz–; de esa forma, habrás tomado la decisión acertada.
–Entonces elijo la comida –se decidió él–. No importa si la luz sigue sin llegar a mis ojos mientras tenga alimento que llevarme a la boca.
–Ya no puedes echarte atrás –sentenció la voz–. Siendo el alimento aquello por lo que has optado, te lo concederé. Pero como ya te dije, todo deseo tiene un precio.
–¿Cuál es el precio por mi deseo? –preguntó él.
–Tu ropa –respondió tajantemente la voz.
–¿Quieres que te dé mi ropa a cambio de comida? –se sorprendió él.
–No –negó la voz–. Quiero que me des tu ropa para transformarla en comida.
–Pero si te doy mi ropa, no podré salir al exterior sin que el frío haga mella en mi ser –le explicó él–. Tendré que permanecer aquí dentro.
–Puedes quedarte con tu ropa si así lo deseas –resolvió la voz–. Pero entonces no te concederé lo que me has pedido. Si aprecias más tu ropa que tu vida, quédate con ella; de es forma podrás ser consciente del tiempo que tu cuerpo aguanta sin alimento.
–Vaya, tal vez debí de haber elegido que me devolvieras la visión –contestó el apesadumbrado.
–Eso es algo en lo que pudiste haber pensado antes –contestó la voz–. Ahora sólo te daré comida, y para ello tú deberás darme tu ropa, la cual transformaré en alimento.
–Está bien, te la daré –dijo él, siendo de esta forma consecuente con su primera decisión.
Y fue así que aquel que ansiaba poder llevarse un bocado al estómago, se desnudó y depositó las prendas que antes cubrían su cuerpo cinco pasos al frente. Retrocedió y esperó durante unos minutos a que Dios obrase el milagro, pero no percibió señal alguna de que así hubiese acontecido; tan sólo percibió el sonido procedente de prendas que rozaban entre sí. Así que cuando la impaciencia se adueñó de él, se desesperó y no pudo contenerse por más tiempo. Se arrastró por el suelo palpándolo con las manos en busca del prometido alimento. Para su sorpresa, no lo halló; como tampoco halló sus ropas.
–¡Eh, Dios! ¿Y mi comida? –Inquirió, mas la voz de Dios no respondió.
Volvió a insistir.
–¿Dios? ¿Dónde está el alimento que me habías prometido? Te di mi ropa cumpliendo con mi parte del trato. ¡Vamos, devuélvemela transformada en comida!
En ese preciso instante escuchó un ruido. Sonó como si algún objeto de metal hubiese golpeado contra el suelo. Seguidamente pudo escuchar tenuemente cómo una puerta se cerraba.
–¡Maldita sea! –se desesperó–. ¡Tú no eras Dios! ¡Tú eras el Demonio! ¡Maldito seas, me has engañado!
Se sintió impotente, ajado por un destino cruel que de forma burlona invadió sus pensamientos haciéndole ver la desgracia que el hambre le depararía. Se incorporó, desnudo como estaba, y deambuló de un lado a otro de la sala, inspeccionando las paredes y el suelo. La sala estaba vacía. No halló muebles ni ornamentos en las paredes. Tan sólo pudo encontrar una segunda puerta, que mentalmente situó en el lado opuesto de la habitación por el que él había entrado. La abrió. El frío le propinó una bofetada, por lo que optó por cerrarla. Tras ello deshizo sus pasos tratando de regresar al lugar en el que se había quitado la ropa. Caminó lentamente hasta que su pie derecho golpeó un objeto duro, frío… intuyó que era de metal por el sonido que produjo al moverse sobre el suelo. Se agachó y, a tientas y tras varios intentos, lo recogió. Tenía forma cónica, con una abertura estrecha en un lado y otra muy ancha en el contrario. Parecía una especie de embudo. Mientras lo sostenía en las manos, quedó pensativo. De forma intuitiva, se lo acercó a la los labios. Abrió la boca y habló:
–¡Hola!– gritó. Y su voz sonó como la de Dios.
Quedó tan sorprendido, que durante unos minutos permaneció en silencio dándole vueltas en su mente a algo que no era tan difícil de comprender, y que, a pesar de lo sencillo de su explicación, no acaba de aceptar.
Transcurrieron unos minutos hasta que asimiló la realidad de la situación. Aquello le produjo un sentimiento de frustración del que no le era nada fácil desprenderse. Aun así, perseveró en su intento por desterrar la incómoda sensación. Fue el sonido proveniente de una puerta que se abría el que le rescató de sus pensamientos y le devolvió a la realidad. Juzgó por su procedencia que el susodicho lo había producido la misma puerta por la que él había entrado en la habitación. Permaneció en silencio, a la expectativa. Escuchó unos pasos que se adentraban en la estancia. Los intuyó titubeantes e inseguros por su desacompasada continuidad y el roce contra el suelo. Seguidamente, una voz rompió el silencio:
–¿Hola? ¿Hay alguien ahí?
Él guardó silencio durante unos instantes.
–¿Hay alguien? –reiteró la voz.
Él seguía callado. Desnudo y sentado sobre el suelo, se distrajo sintiendo el frío metal en sus manos y recordando la metálica voz en su mente: Yo soy la respuesta a todas tus preguntas. Y en verdad tenía una pregunta en mente: ¿Qué hago?, se preguntó. De forma refleja alzó el cono metálico hasta que estuvo casi en contacto con sus labios.
–Hola –respondió finalmente.
–¿Quién eres? –le interrogó el que acababa de llegar.
–Yo… soy Dios.
D.C.
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